Francia, Bélgica, 2025
Dirección: Léonor Serraille
Con Andranic Manet, Pascal Rénéric, Théo Delezenne, Ryad Ferrad, Eva Lallier Juan
Duración: 88 minutos
Algo vivo, un pequeño pedazo de corazón – ¿Carne? – O su corazón puesto a su lado, como fuera de él. Con estas palabras, Léonor Serraille sumerge al espectador en Ari, una historia entrañable que retrata a un joven tierno y sensible atrapado entre la dureza del mundo contemporáneo y la violencia del paso a la adultez. Ari (Andranic Manet) es un joven maestro que, a pesar de su amor por los niños, no logra transmitir el sentido profundo de un poema a su ruidosa clase, lo que lo lleva al colapso. Tras recibir una baja por enfermedad y ser echado de casa por su padre, comienza un viaje errante por la ciudad de Roubaix, reencontrándose con viejos amigos y con un amor del pasado.
El filme, que aborda la incertidumbre de una generación marcada por deseos de libertad que se encuentran aplastados por el peso de la vida moderna, toca temas cruciales sobre la infancia y el futuro, reflejando una sociedad fragmentada. Gracias al trabajo del director de fotografía Sébastien Buchmann la directora logra una estética sensorial e íntima, creando un realismo romántico lleno de resonancias sutiles. Ari no solo confirma el talento de Serraille sino que, como en sus obras anteriores (Jeune femme y Un petit frère), revela su capacidad para explorar múltiples mundos a partir de uno solo, mostrando la sociedad humana en toda su complejidad.
Ari se presenta con apariencia de película modesta. Bajo esa superficie de obra menor, Serraille construye la fascinante crónica de un personaje masculino aquejado de un exceso de sensibilidad. Esto le lleva a no soportar las pequeñas o grandes ruindades que lo rodean. Se siente bien en su trabajo de educador infantil porque considera que los niños son los únicos seres humanos que todavía no han perdido la autenticidad. Pero ni ese islote le respeta la crueldad de la injusticia laboral. Entonces comienza lo que es una recapitulación de su vida y lo vemos visitando las casas de lo que queda de su familia, de aquellos que fueron sus amigos o su amor truncado por la cobardía de héroe de nuestro tiempo digno de Lermontov o de El hombre sin atributos de Musil. Siendo más precisos, esa ruta por los espacios de quienes fueron su vida y que se manifiesta como un territorio para él en ruinas remite más al protagonista de El nadador, ese portentoso relato breve de John Cheever.
Contribuye de manera medular a engrandecer la película la aparición de un joven actor prodigioso, Andranic Manet. Su habilidad para transmitir esa empatía que lo hace tan vulnerable y lo lleva al sufrimiento y la devastación es asombrosa. Logra que el espectador respire junto a él, mostrando su talento casi mágico para leer el pasado de los demás o para moverse, copa de champagne en mano, haciendo que su danza de aparente euforia, se perciba como un elogio a la más honda melancolía.