Muerte y poesía (****)

31 de julio del 2024

ELISA, VIDA MÍA. — Esparta 1977. Director, Carlos Saura. Productor, Elias Querejeta. Libreto de Carlos Saura. Fotografía (Eastmancolor), Teodoro Escarnida. Montaje, Pablo del Amo. Decorados. Antonio Belizon. Música, Erik Satle. Asistente de dirección, Francisco J. Querejeta. Producción Elias. Querejeta. Producciones Cinematográficas. Elenco: Geraldine Chaplin (Elisa), Fernando Rey (Luis), Norman Briski (Antonio), Isabel Nestres (Isabel), Joaquín Hinojosa (Julián), Arancha y Jacobo Escarnida (los niños), Francisco Guijar (médico), Ana Torrent (Elisa niña).

Duración: 128 minutos. (Cine Alfil)

Una máscara se arranca y debajo descubre un rostro que es el mismo de la máscara, la foto de una revista calcada queda impresa en el papel y deja un hueco blanco recortado, un espejo repite el mismo gesto de Geraldine Chaplin, una mujer muerta junto a un camino se descubre como la muerte propia, real o imaginada. Elisa vida mía se abre y se cierra sobre la misma imagen de un camino que se pierde a la distancia, con el mismo texto en la banda sonora, como si entre un extremo y otro no hubiera ocurrido nada, como si todo fuera imaginado y el tiempo no hubiera transcurrido. Quizás todo consista en una representación, donde los poderosos, los trabajadores y los humildes están condenados a jugar siempre su papel, como en El gran teatro del mundo de Calderón. Esas opciones y sugerencias explícitas empujan al último film de Carlos Saura hacia una zona de ambigüedades poéticas, donde la muerte, la realidad y la imaginación, la transferencia de identidades (Elisa y su padre) esconden una búsqueda sobre personajes individuales. En lugar de las zigzagueantes crónicas familiares, el director opta por dos únicos personajes que son uno solo, o quizás tres: Elisa reencuentra a su padre después de un prolongado alejamiento (Geraldine Chaplin, Fernando Rey), el espectador asiste al descubrimiento de su identidad, al recuerdo de la madre (tercer personaje), de la vida pasada que es apenas memoria confusa y equívoca. En un juego de memoria y sueño, Elisa se identifica literalmente con el padre, es testigo de su muerte, cree ella misma morir acuchillada, se identifica físicamente con la madre muerta y se descubre a sí misma como protagonista de una ficción (el gran teatro del mundo). La fórmula no esconde, como en los films anteriores de Saura, una reflexión sobre años perdidos de la historia de España — entre otras razones porque Franco ya ha muerto— pero prosigue la idea de la muerte, un tema que lo obsede desde La caza (donde hay varios muertos en hilera) y que aquí se desdobla en un juego con el tiempo irreversible. El resultado propone una formidable fuerza poética, una rique­za de imaginación infrecuente y empuja una reflexión sobre la vida y la muerte que algo tiene que ver con las famosas constantes del alma española. La mayor habilidad de Saura está en el juego de imágenes y palabras. Desde el comienzo, sobre la banda sonora se escucha la lectura por Fernando Rey de una novela (o un cuento) que nunca será publicado, pero que es el calco de la historia que muestran las imágenes. En primera persona, Rey habla en lugar de Elisa. Luego, la voz de Geraldine Chaplin (Elisa) reemplaza a la del padre, así como en el film ella se erige sobre las muertes de su padre, de una amiga, de una mujer desconocida. Ese relato leído es ficción pero es también realidad: las imágenes reflejan lo imaginado, pero dejan abierta una duda: que el relato se limite a copiar lo que realmente ocurre. Dicho por Fernando Rey sugiere que ese padre absorbe la personalidad de esa hija; dicho por ella, de la mitad del film en adelante indica que Elisa se ha apoderado de la vida de su padre. Y por las dudas ,hay imágenes que aclaran la idea: la posesión sexual de padre e hija, que admite empero tres niveles de ambigüedad (madre recordada y Elisa en tiempo presente están interpretadas por la misma Geraldine Chaplin; puede ser parte de la novela en proceso de creación; puede ser imaginación o sueño). Como los círculos concéntricos que mueren en un único punto, cada idea del film aporta una aclaración de otras ideas previas pero muere en el fascinante juego de realidad e imaginación, que destruye toda cronología y sugiere el acto mágico de la representación. Por eso la referencia al gran teatro del mundo, las máscaras que no esconden sino el mismo rostro, el aterrador descubrimiento de la muerte. La muerte como identidad última es probablemente el tema central de secuencias contradictorias: la agonía y muerte del padre, las fugaces y alucinantes imágenes de la amiga muerta y en descomposición en un apartamento, las aterradoras tomas de la mujer acuchillada por un desconocido. Esa referencia deriva a su vez de seis versos de Garcilaso de la Vega y de sus resonancias poéticas: "¿Quién me dijera, Elisa vida mía / Cuando en aqueste valle al fresco viento / Andábamos cogiendo tiernas flores / Que habían de ver con largo apartamiento / Venir el triste y solitario día / Que diese amargo fin a mis amores?” . De esa égloga proviene el título y una parte de los sentidos del film. Formalmente Elisa vida mía experimenta con las correspondencias de texto e imagen cinematográfica. Parte de su fuerza sugestiva se apoya en textos literarios: la novela que inventa el padre Fernando Rey y actúa la hija Geraldine Chaplin, los versos de Garciláfso, la representación por un grupo de niños del acto de Calderón. Parte es resultado del contrapunto de esos textos con el entrecruzamiento de acciones opuestas: lo que una secuencia presenta como real se descubre mera ficción dos secuencias después, lo que parece un locutor en off termina siendo un protagonista de la ficción, las identidades de Elisa, su padre, la figura de su madre, se revelan una sola. Concentrada en un solo, aislado ambiente físico (una casa solitaria en la llanura, quizás en Segovia), la película aísla a sus escasos personajes y reduce su trama a cuatro o cinco escasas líneas narrativas. Su juego es el de la sugerencia y la ambigüedad como fórmula poética y reflexiva. Su fuerza dramática, sin embargo, es más concreta que esas sugerencias. Los personajes están solos y el drama es el de la soledad, la difícil comunicación, el descubrimiento de la propia identidad. Por eso, Saura elige a personajes individuales y prescinde el estudio de la familia como grupo humano que había edificado su obra previa. Y por eso deja sin aclarar la única clave que el espectador hubiera necesitado para ordenar hechos reales y personajes: ¿quién imagina o sueña: Elisa o su padre? El relato no tiene un sujeto, como ocurre en las novelas. Su centro, en cambio, se dispersa, como en un poema, como en un jugo de equívocas apariencias. Para resolver esas dificultades el director imprime a su film varios dobleces alevosos: es una película literaria en la medida que la palabra leída (como en Astruc) parece aportar claves que no son tales; pero es también una película de climas y ambientes. Así, las soledades yermas sirven para una tensa discusión de Elisa con su marido (Norman Briski), de quien se separa, pero no importa. Los tres ambientes de la casa pretextan un juego de escondidas, lecturas furtivas de la presunta novela en elaboración, búsquedas y descubrimientos de personajes que llegan del mundo exterior (una hermana, dos niños). Esas son las apariencias que la estructura del film tiende a desmentir. Cuándo la última toma repite la primera, con el mismo coche que avanza por un largo camino y la misma voz del padre que explica que "ella" no veía a su padre desde hacía tiempo, toda posible clave racional queda omitida. La sugerencia y el poder expresivo de Saura proviene, sin embargo, de las imágenes. El encierro de padre e hija es roto con el recuerdo falso, esquivo, de la vieja sala familiar con candelabros que no existieron (las fotos de un viejo álbum de pronto corrigen las imágenes soñadas). Los chispazos del pasado se intercalan con ingenuidad, sin los fulgores de Resnais. La imaginación de los personajes actúa sobre el tiempo y deja pendiente una sugerencia: el tiempo genera la muerte, pero el tiempo es irreversible. Esa idea ha servido a otros poetas, pero casi siempre ha sido ajena al cine.

M. Martínez Carril

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