Dominadores y dominados (****)

31 de julio del 2024

AGUIRRE. LA IRA DE DIOS (Aguirreder Zorn Gcttei,). — Alemania Federal 1972. Direotor, productor y libretista, Werner Herzog. Fotografía (Eastmancolor), Thomas Mauch, Francisco Joán y Orlando Macchiavello. Montaje, Beate Malnka Jellinghaus. Efectos especiales, Juvenal Herrera y Miguel Vázquez. Música, Popol Vuh. Producción Werner Herzog Filmproduktlon, en asociación con Hessischer Hudnfunk (Munich).

Elenco: Klaus Kinskl (Don Lope de Aguire), Cecilia Rivera (Flores de Aguirre). Ruy Guerra (Don Pedro de Ursua), Helena Rojo (Inéz de Atienza), Del Negro (hermano Gaspar de Carvajal), Peter Berling (Don Femando de Guzmán), Daniel Ades (Perucho). Armando Polonah (Armando), Edward Roland (Ukello), Daniel Farfan, Alejandro Chavez, Antonio Márquez, Julio Martínez, Alejandro Repul lés e Indios de la Cooperativa Lauramarca.

 Duración: 95 minutos.

 Soldados e indígenas bajan por las laderas de los Andes y se internan en la selva amazónica. Surgen allí como por arte de magia, entre brumas ocasionales sin otro dato previo. A caballo descienden por las estribaciones de la montaña, cargando cascos y corazas, con dos literas increíbles donde viajan dos mujeres. El cortejo sugiere de pronto un atado de locos, un anticipo sobre el destino que los aguarda pero al mismo tiempo abre una primera opinión sobre un tiempo histórico preciso: 1560, la conquista del Perú por Pizarro y la rebelión de Aguirre, un capitán español que persigue El Dorado, que abomina de todo poder pero se rinde fascinado ante el ejercicio del poder.En esos contrastes Werner Herzog resume una opinión sobre la Conquista de América, una empresa de locos. Pero la fuerza sugerente del film descansa en las asociaciones de ideas que empecinadamente lanza sobre el espectador: Aguirre es una réplica de Hernán Cortés, desobedeció al rey, quemó naves propias y conquistó tierras ajenas. Con premeditada ambiguedado el retrato abre y cierra la idea  de que Lope de Aguirre pudo ser un lunático antecedente de de la independencia de América. Esa estructura dialéctica da por sabido el relato histórico y opta por una alegoría amplia y premeditadamente dispersa donde cabe una síntesis de la dominación española, una referencia al poder de la Cruz entrelazado con el uso de la fuerza y la codicia, y un estudio de la brutalidad que explica entre líneas por qué a pesar del disparate España sojuzgó América.

La fascinación del conjunto está en esa ferocidad, en el dato preciso de que así fueron Aguirre, Cortés, Pizarro y varios más, en la cuidadosa reconstrucción de época y en las resonancias actuales, estrictamente contemporáneas con que ese acto de dominación deriva a la rebeldía y la traiclón en una suerte de juicio histórico retroactivo. Como Aguirre, que termina sin nada entre las manos, dominando monos y luchando contra mosquitos, América con el tiempo le ganó la partida a sus conquistadores europeos.

La ira de Dios a que alude el título es la divisa de Aguirre y al mismo tiempo la definición de la última, prolongada imagen. Allí el protagonista ha exterminado a todos sus acompañantes y queda solo en una balsa por encima de la cual la cámara inicia un len-

to desplazamiento en círculos, como si esa mirada fuera la de Dios. En ese momento el símbolo del personaje se vuelve claro porque Aguirre es allí la imagen nítida del Conquistador extranjero.

Para arribar a ese resultado Werner Herzog procede con la mayor habilidad la cadencia pausada de las imágenes deja intersticios por donde se suman datos ocasionales: la idea que se hacen Aguirre y los conquistadores sobre lo caballeresco y el heroísmo, la quimera de El Dorado (invento de los indios para destruir colonizadores, o imaginación afiebrada de los españoles), la parafernalia de armas, cañones y blindajes inútiles en medio de la selva, el paso del tiempo que carcome la resistencia de los conquistadores, la presencia permanente y obsesiva de un medio hostil.Ese procedimiento es el mismo que Herzog había empleado en Kaspar Hauser para describir oblicuamente a la sociedad de esa época y para segregar de ella a lisiados, sordos ciegos o locos como Aguirre. Esos personajes, por otra parte, son históricos aunque ambos films omiten referencias biográficas, quizás porque el interés apunta a una reflexión sobre el tiempo y la historia.

Es ese cuadro el que se enriquece y sería inútil exigir una definición nítida de personajes que son en un segundo piano síntesis o emblemas. En un estilo barroco, donde lo sublime

de las posibles conductas individuales se eleva sobre crímenes múltiples, traiciones, intereses mezquinos y la fascinación por el poder, el film va sumando sin alardes datos ocasionales hasta completar un cuidadoso trabajo de destrucción. Como se destruye su personaje, Herzog socava al mismo tiempo todo rasgo de heroísmo o de sublime en los protagonistas hasta insinuar un toque de compasión ante tanta locura, muerte y destrucción (como fue, claro, la conquista española de América).

En la obra de Herzog, Aguirre confirma algunas de sus preferencias: El Dorado es de alguna manera ese lugar ubicuo de Fata Morgana; la época aleja la trama del presente como en Kaspar Hauser; posteriormente elegiría como protagonista de su último film a Bruno S, un personaje insólito al borde de la locura que había utilizado como actor de Kaspar Hauser y que reconstruye una historia personal con muertes, locura, condenas y apartamiento del medio social.

El choque de los personajes con el ambiente que los rodea produce un efecto romántico. En cambio el estilo con que se vierte ese conflicto (con la permanente negativa al énfasis) es obviamente anti-romántíco. Esas oposiciones son barrocas y no es casual que la banda sonora de Aguirre derrame un responso por el conjunto Popol Vuh que cuando surge es un comentario expresivo e intransferible sobre las iras y furias de las conductas individuales. La banda sonora y las imágenes con sus pausas y una sobria elocuencia proceden a congelar toda posible ferocidad. Es como si el estilo distanciado de Herzog coincidiera con esa mirada de Dios destruyendo a los colonizadores que se presiente durante el relato pero se explica sólo en la última, prolongada toma que cierra esta fascinante visión de lo que pasó en Perú a fines de 1560. Por la fuerza del estilo esa visión se hace intemporal y afirma la alegoría sobre dominadores y dominados. Pocos directores serían capaces de tanta sutileza y habilidad.

Manuel Martínez Carril

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