Este es otro caso de motín protagonizado por el propio barco que protagoniza la historia. Se trata del Titanic, que desde 1912 se rebela contra su gélido destino en el fondo del mar y vuelve, siempre vuelve, de las maneras más absurdas. Este ciclo de aventuras náuticas termina con una historia de espionaje entre norteamericanos, ingleses y comunistas, todos ellos preocupados por devolver a la superficie al barco más famoso e inútil de toda la historia naval. Al operativo para reflotarlo, que es una aventura en sí misma, se le suma una historia de espionaje con comunistas, que aún estaban de moda. El film resultó un fracaso económico total, pese al descomunal presupuesto invertido en miniaturas y efectos especiales. Su productor Lew Grade llegó a declarar que en lugar de reflotar al Titanic hubiera sido más barato secar el Atlántico. Aún hoy los restos de la inmensa reproducción a escala del Titanic se pudren a la intemperie en las afueras de los estudios donde se hizo este film, en la isla de Malta. Como en 1980 nadie sabía ni siquiera dónde estaban los restos del verdadero Titanic, los realizadores no se preocuparon en lo más mínimo por la precisión histórica ni por ningún otro mandato dictado por la tiranía de la realidad. Así debe ser. Hundir al Titanic lo hunde cualquiera. El cine está para sacarlo a flote.