A la impresión que me fue provocando la película, le sucedió la emotividad que de principio a
fin la va atravesando. Las distintas atmósferas que en ella se suceden, más la compasión que nos despierta las personas aterradas por una banda que asola a un pobre caserío en plena Edad Media siembra el espanto. Un lugar donde hasta el tiempo de la cosecha es vivido como una culpa.
La violencia latente y soterrada por el hambre, el miedo paralizante y el patetismo son la Clave de Sol de la película; tal es la brutal violencia a la que el pueblo es sometido y que lo obliga a buscar cualquier forma de protección que los ampare.
Le sigue a una dura impresión primera, la elección de los siete samuráis que es el evento que cambia la perspectiva; aparecen entonces los toques de humor por la diversidad de caracteres que individualizan a cada uno de ellos y son el terreno para que sin aviso, Kurosawa los contraste con maestría en un duelo intempestivo que se resuelve en un toque ominoso con dos gritos y un certero golpe de katana.
Ese es el prólogo de la tragedia que por lo demás marca un estilo expresivo. No está ajena en la trama la pasión de un joven samurái y una campesina que se recuestan en un campo bajo la sombra de los de cerezos que no llegará a concretarse y más tarde devendrá en un tono melodramático.
Sí, el tema de los géneros y estilos expresivos es sabiamente administrado por un creador para
mí indiscutible.
Como corolario al final de la obra, ya vencido el invasor, aquella culpa por recoger la cosecha deviene en una canción de los campesinos donde los ritmos se resuelven en una danza y los movimientos de los cuerpos en perfecta sincronización expresan con alegría la restitución de la armonía y paz por fin conquistada.

LVB