Damián participa en un concurso televisivo donde premian la literalidad. Le han colocado su nombre en la camisa. Cuando el programa se va a publicidad, comienza la historia: Érase una vez un hombre de mediana edad que vive de forma precaria en una gran ciudad. Al recibir la noticia de que su padre ha muerto, tiene que volver a Ferrol, su pueblo natal. Tras más de veinte años fuera, Ferrol se ha convertido en una ruina que todo lo atrapa.

En el Novo Cine Galego, el de Alberto Gracia es el más insólito y desgarrado de su cuadro generacional, el más punk a veces y el que mejor juega con la realidad y con su necesidad de rehuirla a través de marcos oníricos. La parra arranca con una cita de Augusto Monterroso: «Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas», dice el escritor guatemalteco. El protagonista recibe noticias de una muerte —la de su padre— y se ve forzado a retornar a su ciudad de origen. Es Ferrol y tampoco está ya viva. Son escombros del pasado. Y hay otra muerte con la cual La parra arranca, en un prólogo poderoso y enigmático: el mejor amigo del protagonista guía a un grupo de personas invidentes a la cima de una montaña. Y una vez allí, se precipita al abismo. Y los deja a su suerte en la noche, desubicados como antihéroes de Werner Herzog. En el film de Gracia, Ferrol es esa zona cero de los restos del naufragio colectivo que solo cobra animación como una emanación irreal, con esos no-vivos que vemos como gran familia de la pensión La Parra, un resto de identidad real de la ciudad departamental, donde ese establecimiento fue toda una institución. Pero en la película está atrapada en un prisma más cerca en su surrealismo del más temido Lynch que del tierno Kaurismaki.