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Trainspotting

Escocia, 1996

Dirección: Danny Boyle

Guión: John Hodge, sobre novella de Irvine Welsh. Fotografía: Brian Tufano. Música: Iggy Pop, Lou Reed, Blur, New Order, Brian Eno, Elastica. Damon Albarn, Primal Scream. Producción: Andrew MacDomald. Elenco: Ewan McGregor, Robert Carlyle, Jonny Lee Miller, Ewen Bremner, Kelly MacDonald, Kevin McKidd, Peter Mullan, James Cosmo, Eileen Nicholas, Susan Vidler, Pauline Lynch.

Duración: 90 minutos

Hoy resulta casi inverosímil que esta película haya generado hace un cuarto de siglo varias indignaciones puritanas, pedidos de prohibición y otras turbulencias, todo lo cual por cierto ayudó a la promoción de la película. Lo que se ve en la pantalla no justifica tanto alboroto.
A partir de la elogiada novela de Irvine Welsh, la película cuenta el caso del heroinómano (Ewan McGregor) que a cada rato amaga romper con su adicción, pero vuelve a ella, acompañado por un grupo de amigos extravagantes. Algún giro dramático, un más bien inútil acercamiento a un programa de rehabilitación, los vaivenes de la relación con una adolescente y hasta una vuelta de tuerca final que involucra una fortuna en estupefacientes, provocarán algún cambio en la conducta del personaje.
Habría que discutir la afirmación que ha circulado respecto al film en el sentido de que estará proponiendo la droga como una “opción alternativa”. Si algo dice Trainspotting, luego de afirmar que el consumismo de la sociedad “normal” no ofrece salidas, es que esa alternativa tampoco existe: los datos de padecimiento y tragedia con que el libreto castiga a algunos de sus adictos pueden desestimular a cualquiera que pensara en echar mano a la hipodérmica. Sin editoriales, sin alardes, con una suerte de tranquila desesperación, lo que sugiere el film es que a la larga da lo mismo estar “adentro” o “afuera” de la cosa: no parece casual, por ejemplo, que el más peligroso y violento de los compañeros del protagonista no sea un adicto, o al menos o un adicto a las drogas ilegales, aunque con toda deliberación el film lo muestra casi permanentemente con un cigarrillo en la boca o un vaso de whisky en la mano. En ambos lados de la línea (si es que a línea existe) quedan pocas esperanzas, aunque las escasas salidas se plantean, saludablemente, a nivel del contacto humano: el deseo de enamorarse, un gesto de amistad.
La película tiene el buen criterio de evitar la caricatura, incluso en el caso de los representantes del establishment que eran el blanco más obvio. Los padres de los jóvenes involucrados no son los monstruos incomprensivos del cine habitual, aunque el libreto se permita bromear sobre sus simplificaciones, sus cuadradeces y su final inutilidad. Allí asoma otro de los rasgos distintivos del film: su inteligente manejo del humor, todo lo negro que se quiera, pero que sirve a la vez de comentario sarcástico, de elemento de distensión y de instrumento de humanización de los personajes.
El film tiene además una considerable fuerza cinematográfica, un poderío de expresión audiovisual sobre el que corresponde extenderse. Ese poderío está hecho de un “tempo” narrativo vigoroso, un permanente movimiento de la cámara, una golpeadora banda sonora y el frecuente empleo del lente gran angular, elementos que se revelan como los más aptos para comunicar el estilo de vida nervioso y al límite de sus criaturas. Uno de los puntos fuertes del director Boyle es su intencionado uso del decorado que complementa el estado mental y la desazón de sus protagonistas.

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