Sergio Leone y Clint Eastwood no inventaron el spaghetti-western, pero de alguna manera fueron quienes lanzaron ese subgénero como un fenómeno internacional. Y su trilogía del Hombre sin nombre, etiqueta inventada a partir del dato de que nunca se menciona cómo se llama el personaje de Eastwood, hizo del actor una estrella internacional, aunque ya había actuado en Estados Unidos en algunos papeles menores y en doscientos capítulos de la serie televisiva del Oeste Rawhide sin que nadie se diera cuenta. Antes de ellos se habían hecho otros westerns en Europa (a partir de 1896 en el caso de Francia, siete años antes de la fundación oficial del género con El gran robo del tren de Porter, y en España en los años cincuenta con alguna aventura del personaje de pulp fiction de El Coyote). Pero el éxito de Leone-Eastwood y de los mucho peores spaghetti-westerns que ellos no hicieron (a lo sumo se salvan algunas cosas de Sergio Sollima, tres o cuatro de Corbucci, y no mucho más) tiene sus explicaciones.
En los Estados Unidos el género no tenía el impacto de antaño. Demasiadas series de televisión y el recambio generacional habían adelgazado a su público, y las cosas se agravarían con el fortalecimiento de la lucha de los derechos civiles de las minorías y la inmediata protesta por Vietnam. La visión de un Oeste heroico e idealizado había comenzado a parecer demodé al empezar los años sesenta, y ya desde principio de la década aparecieron las visiones revisionistas. Sorprendentemente (o tal vez no) la mejor de todas, y de paso el mejor western de la historia provino del maestro John Ford, que en Un tiro en la noche (1962) estableció que todo lo contado hasta el momento había sido
leyenda. Ese mismo año, un talento más joven, Sam Peckinpah, proclamó también los funerales del género en otra película melancólica, más acre y no menos notable llamada, significativamente, Pistoleros del atardecer, donde decía que Joel McCrea y Randolph Scott estaban demasiado viejos. Dos años después (1964, el último western de Ford y el último de Raoul Walsh (El ocaso de los cheyennes, La brigada de los valientes) propondrían imágenes de indios víctimas o nobles, rectificando maldades previas (el westerns pro-indio había florecido ya desde nifes de los cuarenta, empezando, cómo no, con Fort Apache de Ford, pero se acentuó entonces). Pero los viejos mitos se estaban derrumbando, solamente sostenidos por las viejas espaldas de John Wayne hasta su hermosa, melancólica despedida en El tirador (1976) de Donald Siegel.
Lo que vino de Europa no fue el mito, sino el cinismo. El personaje del Hombre sin Nombre distaba de ser un héroe, y su motivación anunciada desde los primeros dos títulos de la serie eran los dólares, no el afán de justicia. Y el título de la tercera entrega, que se llamó equivocadamente en Uruguay Lo bueno, lo malo y lo feo pero debió llamarse El bueno, el malo y el feo era ya un comentario irónico: no había mucha diferencia entre sus buenos y sus malos. Una entrelínea de humor negro recorre las películas de Eastwood-Leone, a veces subrayada desde la banda sonora por Ennio Morricone.
La diferencia entre los films de Leone y sus imitadores fue una frecuente solvencia cinematográfica, un manejo de los tiempos y los ritmos, y un énfasis en la violencia que en otros se convertiría en caricatura. Otra influencia que se detecta en la trilogía y que llegaría hasta su imitador Tarantino es inevitablemente europea: no solo el western, sino también la tradición de la novela picaresca. Había un cinéfilo en Leone, que comenzó como asistente de dirección de Vittorio de Sica en Ladrones de bicicletas, realizó trabajos menores en superproducciones internacionales como Quo Vadis, Helena de Troya y Ben Hur, y terminó el rodaje de Sodoma y Gomorra de Robert Aldrich antes de rodar el excelente péplum El coloso de Rodas. Siempre tuvo un buen conocimiento de usos y costumbres del viejo Oeste americano, y un gusto por narrar, operático y muy italiano, que llevaría a la culminación de Erase una vez en el Oeste, en la que se atrevió a rodar algunas escenas en Monument Valley (el territorio sagrado del viejo Jack Ford) pero donde ya no contó con Eastwood, que ya se había hecho famoso y volvió a Estados Unidos a seguir una estimable carrera propia. Pero las tres películas que rodaron juntos quedaron en la historia del cine popular.
Trivia divertida: en Por un puñado de dólares, Leone utilizó el seudónimo anglicizado de Bob Robertson. Fue muy deliberado. Su padre había sido un popular director que firmaba como Roberto Roberti (su verdadero nombre era Vincenzo Leone), y el seudónimo elegido por Sergio es claramente un homenaje: “Bob” (es decir “Robertito”), hijo de Roberto (“Robertson”).
DIR: Sergio Leone / 99 min.
Italia, España, Alemania 1964.
DIR: Sergio Leone / 132 min.
Italia, España, Alemania 1965.
DIR: Sergio Leone / 162 min.
Italia, España, Alemania 1966.
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