Westerns dirigidos por mujeres

“No existe ninguna nación moderna en la que se mantenga tanto como en USA una semejante relación «dialéctica» entre el mito y la Historia (…). Es, pues, normal que una amplia labor de mitificación –o de fabulación– se haya producido a nivel literario y folclórico durante todo el siglo XIX, prefigurando de alguna manera la mitificación cinematográfica, casi aguardándola, puesto que, de hecho, la conquista del Oeste solamente alcanzará sus sorprendentes dimensiones gracias al cine.” La cita corresponde al libro El universo del western (4ª ed, 1997). de G. A. Astre y A.P. Hoarau, y puede ser aceptada con ciertos matices, por ejemplo el apuntado en alguna entrevista por Quentin Tarantino: “no hay otro género que refleje mejor la década en la que (esas películas) se hicieron o la moral y los sentimientos de los estadounidenses. Los westerns son siempre una lupa”. El género que el crítico francés Jean-Louis Rieupeyrout llamara alguna vez, desde el título de un libro famoso, El cine norteamericano por excelencia, ha pasado desde entonces por muchos avatares, y la definición misma requiere algunas actualizaciones.
No es ninguna novedad señalar que el género épico expresa el período de construcción de una sociedad: idealiza ese proceso, crea sus héroes arquetípicos, afirma sus valores. Como La Ilíada, El cantar de los Nibelungos o El poema del Cid, el ‘western’ no cuenta (no al principio, al menos) la historia como ocurrió, sino cómo debería haber ocurrido. Su espacio natural es el del mito y la leyenda, no el del realismo o el testimonio. Aventura, espacios abiertos, nítido enfrentamiento entre el Bien y el Mal: los ingredientes del género, con su cuota de ingenuidad y maniqueísmo, resultaban ideales para un cine popular que recién nacía.
Las cosas se problematizaron más tarde, incorporando visiones más críticas y matizadas sobre las relaciones entre las razas, las nociones de civilización y barbarie. Es significativo que el impulso revisionista que siguió con algunas películas de Sam Peckinpah y Artur Penn haya coincidido con la
Guerra de Vietnam y la lucha por los derechos civiles de las minorías. A una sociedad que estaba perdiendo la inocencia le costaba comulgar con los héroes de antaño.
El género siguió siendo de todos modos, fundamentalmente, un género masculino. Hay sin duda mujeres fuertes en el cine de Ford, y astutas en el de Hawks (donde les hacen creer a los hombres que son ellos los que eligen, pero no es cierto), pero es mucho más raro encontrar películas donde la mujer sea la protagonista (se cuentan con los dedos la Beverly Garland de Esclavo de su rencor de Roger Corman, la Vera Miles de Molly y John, la Raquel Welch de La texana y los hermanos Penitencia o la Sharon Stone de Rápida y mortal). Y por supuesto, resultaba mucho más inimaginable pensar en un western dirigido por una mujer: Este ciclo muestra que eso ha cambiado.
Cada una de las películas justifica una observación particular. First Cow de Kelly Reichardt, arranca en una frontera aún primitiva, Oregon hacia 1820, y puede definirse como un western costumbrista, con un apoyo en la belleza de lo doméstico y cierta nostalgia por un hogar fallido. Pero la película indaga también en las grietas de otros mitos fundacionales: la tierra de las oportunidades, el individualismo capitalista, el hombre hecho a sí mismo, el American way of life. Es significativo que la directora opte por el cada vez menos usado formato cuadrado (3 x 4), que reduce los espacios, y omite la epopeya. La poética reside en los pequeños gestos que adquieren universalidad; en la recreación de todas sus texturas y sutiles sonidos.
El atajo de Meek, film previo de Reichart, se sitúa en 1845, en una auténtica travesía de sus protagonistas, colonos pioneros, hacia lo que se perfila como una muerte segura. El propio paisaje se convierte en una bella y desértica mortaja que va envolviendo las figuras derrotadas de los personajes, la economía narrativa remite a Ford; donde cada personaje ocupa un lugar simbólicamente potente en el espacio, y otra vez el 4 x 3 le sirve a la directora para contradecir los gestos épicos del gran horizonte esperanzador más canónico del género. Y el cuestionamiento de los arquetipos se produce desde ese juego con la ambigüedad que asoma, por ejemplo, en el diálogo mudo entre el personaje de Michelle Williams y el único nativo americano a mano, dos marginales del discurso oficial “civilizador” encarnado por el guía de la caravana (Bruce Greenwood).
Chloé Zhao, ganadora del Oscar por Nomadland, retrata en The Rider (2017) la belleza vulnerable que portan los habitantes de un cosmos fronterizo, donde el corsé de la civilización asfixia demasiado y la pulsión hacia lo “salvaje” es un instinto irrenunciable y liberador. Un jinete cabalga hasta la extenuación. ¿Y qué otra cosa puede hacer si se le niega el propio sentido de su existencia? La película bebe también del relato iniciático y se configura como una apuesta naturalista, observacional, donde el poder de lo indomable se cuela por todos los resquicios de la Reserva de Pine Ridge en Dakota del Sur.
En The Wind (2018) de Emma Tammi, la pradera yerma y maldita se empeña en engullir toda posibilidad de vida, arrebatándoles a las mujeres los propios frutos de sus vientres, como si se estuviera vengando del expolio de la “civilización”. El film conecta la mitología del western con los códigos del cine de terror, pero la referencia a los miedos atávicos y la iconografía satánica sirven para enfatizar la agonía de la soledad de su protagonista en el paraje fronterizo (desde el título, la película recuerda también los padecimientos de Lillian Gish en un ambiente hostil en la película igualmente llamada que dirigió Victor Sjostron en 1928). El papel de la mujer como custodia (y posibilitadora) del hogar salta en mil pedazos, escopeta en mano y azotada por el viento incesante, lo indómito y lo demoníaco se confunden, y las figuras de autoridad (el marido, el reverendo…) se desvanecen en su propio espejismo.
Hay algo de spaghetti western en la historia de violación y venganza de Marlina the Murderer in Four Acts (2017) de Mouly Surya, que transcurre en Indonesia y relata en cuatro actos el viaje iniciático por el desierto de su protagonista, una mujer viuda, que recorre su camino con el porte y la circunspección de un llanero solitario, portando un machete y la cabeza todavía fresca de su agresor. En este universo, la supervivencia pasa por la irremediable lucha contra la opresión, y el paisaje agreste y abrupto se convierte en el marco perfecto para la travesía. De nuevo, la pulsión salvaje como instinto de preservación. Y hay un empeño por deconstruir ciertas convenciones de género en Western de Valeska Grisebach, también una “historia de frontera” aunque lejos de los Estados Unidos: un pueblo de Bulgaria que limita con Grecia. Allí establecen su asentamiento un grupo de obreros de la construcción alemanes quienes, como si de una expedición de colonos se tratase, buscan la prosperidad en un entorno que no está libre del conflicto con sus pobladores originales, con quienes otra frontera (la del idioma) parece imposibilitar cualquier entendimiento. Hombres rudos que parecen supeditados al único propósito de cumplir con su aventura para volver cuanto antes a casa con algo más de riqueza.
Pero la ambigüedad de Grisebach rehúye cualquier tipo de maniqueísmo y se acomoda en las fisuras, ofreciendo algunos de los gestos más sinceros, tiernos y emotivos sobre la fraternidad y la camaradería masculinas que hayan visto en el cine.
Es posible que el western haya muerto, pero vive en otros ámbitos, en otros contextos, y puede hablar con voz de mujer.

El atajo de Meek

DIR: Kelly Reichart / 104 min.

Estados Unidos 2010.

Marlina the Murderer in Four Acts

DIR: Mouly Surya / 90 min.

Indonesia, Francia, Malasia, Tailandia 2017.

Western

DIR: Waleska Grisebach / 100 min.

Alemania, Bulgaria, Austria 2017.

The Rider

DIR: Chloé Zhao / 104 min.

Estados Unidos 2017.

The Wind

DIR: Emma Tammi / 86 min.

Estados Unidos 2018.

First Cow

DIR: Kelly Reichardt / 121 min.

Estados Unidos 2019.